Cuando decidí meterme en el mundo de las apps de citas rondaba aún por mi cabeza el repetido discurso sobre la amenaza que suponíamos las mujeres trans para la masculinidad de aquellos hombres que querían follarnos, con vídeos virales en los que se hablaba del “engaño” que suponía callarse en una cita que somos trans. Con ese discurso en mente la primera frase que escribí en mi perfil fue “mujer trans (en transición)”. Esa sentencia presidía todo mi perfil y sentía que de alguna forma todo lo que escribiera detrás era irrelevante. Aún mantengo esa frase en la cabecera, como un aviso para que “perdonen mi cuerpo roto”.
El daño que ha hecho el discurso reaccionario en mi forma de presentarme al mundo no es nada comparado con todo lo que viene después en esto de las apps de citas. Por supuesto, nada bueno puede nacer de una interacción en una app donde, para sobrevivir a ese “intrusismo” que se supone que hacemos las mujeres trans en la sexualidad cishetero, debemos excusar nuestro cuerpo en la primera frase de nuestra descripción. Y esto no sólo nos cuesta un enorme porcentaje de ghosting y matches deshechos, sino que suele traer algo peor: las conversaciones.
Cuando un hombre cishetero (o cisbi, cis, en general) se lanza a hablar conmigo suele darse una de estas tres situaciones: que no había leído lo más importante sobre mi personalidad (que soy trans), que le “daba igual lo que tuviera entre las piernas” o que sentía curiosidad por estar con una chica trans. En el primero de los casos la conversación pocas veces llegaba a más de cuatro interacciones. En el segundo, ese “dar igual” implicaba una falta de comprensión hacia algo que, sinceramente, a mí no me daba igual (aunque esto nunca lo decía y resultaba no ser tan real: por supuesto que les importaba, pero no lo rechazaban de forma directa). Y en el tercer de los casos me topaba con una sexualización hacia el cuerpo de las mujeres trans que tiene mucha miga.
En cualquiera de los casos, en estas apps y en estas interacciones, la finalidad de los encuentros se comienza a construir desde las expectativas que nos creamos al conocer a la otra persona. Y conocerme a mí parece consistir en saber qué va a ocurrir en la cama. Pocas veces conocer mis ideas políticas, mis gustos musicales o mi rutina es interesante: las conversaciones suelen comenzar con un “Hola, ¿qué tal? He leído tu perfil y eso de transición, ¿qué implica sexualmente?”, aunque la forma de lanzar esas preguntas pueden estar mejor o peor camufladas.
Desde que soy pequeña, la imagen de las mujeres trans ejerciendo la prostitución ha acompañado la identidad que creí que teníamos “este tipo” de mujeres. Existe una expectativa sexual: aquello de que nuestra identidad consiste en una performatividad de género casi exclusiva de la cama, en lugar de una verdadera identidad como mujer. Y aquello de que “nuestras hormonas” nos llevan a ello, que somos fogosas, alocadas, escandalosas, extravagantes y con un glamour de plástico y silicona parece que es una idea que sigue marcando precisamente las expectativas que se construyen en las relaciones con nosotras.
Cuando mis amigas solteras me comentan qué tal van sus citas y me cuentan que ideológicamente no tienen mucho en común, que uno busca formar una familia y la otra no o que han quedado para ir a algún museo pero no hay buen feeling, se corrobora aquello que ronda mis pensamientos: para una mujer trans no parece existir una imagen de familia, de afecto, de cariño, o un proyecto de vida. Entre mis amigas está la broma de que seré la “tía guay”, la enrollada, e incluso cuando voy a una fiesta parece estar sobre mí la responsabilidad de entretener al grupo. Pero a mí, la pregunta de si pienso casarme o si pienso formar una familia nunca me ha caído. Es como si mi identidad como mujer fuera una identidad reservada a la fiesta, al sexo y a un futuro de soledad.
Y en esa performatividad sexual me he encontrado con uno de los patrones sexuales que nos tiene a las trans como una fantasía sexual, puntual, pero que no sale de ahí. Y por eso creo que no visualizan un futuro con nosotras, porque somos efímeras, una experiencia más (si me dieran un euro por cada vez que he oído lo de “nunca he estado con una chica trans” sería rica). Pero cuando hablo más allá de lo sexual (o sugiero siquiera la posibilidad de darnos un beso), en el rechazo incluso parece que [a los hombres cis] se les escapa inocentemente el masculino. Parece que si aceptan que soy algo más que esa experiencia sexual, mi feminidad tiene que quedar atrás. Y el único cariño que en todos estos años he llegado a recibir por parte de algún hombre cis ha sido a través de la lástima, en masculino de “persona rota”.
Incluso cuando externalizo mi ideal ágamo parece confirmar aquello de que las trans somos sexuales y fiesteras, al contrario que mis amigas cis-ágamas que tienen una firme postura ideológica sobre su cuerpo y los cuidados. Y pienso que esa visión cerrada y generalizada de nuestra identidad crea una expectativa que es realmente la que pone en riesgo la “heterosexualidad cismasculina”. Porque es una visión en el que las mujeres trans no somos reales, somos un proyecto de sexo explosivo y roto, con unos cuerpos que para ellos siempre estarán suficientemente incomprendidos como para resultarles masculinos. Y eso pondrá, supongo, en riesgo a los Hombres (con mayúscula hegemónica) y su forma de vida.
Hace poco estuve en una cafetería y, cotilleando la conversación de una pareja, ella hablaba con él sobre cómo financiar La Operación. En esa mesa ocurrían dos conversaciones al mismo tiempo y una de ellas era muy amarga, porque mientras ella trataba el asunto como una forma de seguir adelante con su proyecto de vida (que le incluía a él como persona), él conversaba con su cuerpo y con su sexo. Supongo que Él buscaba en La Operación la forma de rescatar de lo efímero a esa mujer, pero en su discurso no parecía existir la reflexión necesaria para borrar de la mente sus expectativas con “las trans”.