Para protegerme de los insultos en el colegio, mi familia me hizo pasar por hombre durante buena parte de mi infancia. No se lo puse fácil, porque negarle la identidad a una persona no es algo que se permita a la ligera. Pero el engaño al que me sometieron era tan grande, tan bien asentado en nuestro discurso, que, como mujer, permitía enmascararme mediante la masculinidad (máscara que, por otra parte, nadie se creía, aunque todo mi entorno estaba decidido a aceptar por encima de mi propia identidad).
Por protegerme fue que en el colegio no aprendí la historia de mi propia cultura, la de las mujeres trans, la de las mujeres bibolleras, ni siquiera de la cultura más general del colectivo BLGATIQ+. Porque eso, supuestamente, era emborronar esa máscara que nos «protegía» y que nos habían puesto para pasar por el aro, era ponerle nombre a lo que había detrás y asumir que el problema no estaba en nosotres, sino en lo que se esperaba de nosotres.
Así, desde la infancia se nos fuerza a identificarnos más con lo que debemos hacer que con quienes realmente somos. Y lo hacen separándonos en baños, para protegernos, y ocultándonos la historia de nuestres antepasades BLGATIQ+. Para compensar, nos enseñan unos valores nacidos de la moral, que debemos seguir para ser lo que debemos ser. Durante mi adolescencia llegué a odiar a la iglesia y a sus seguidoræs pero, ¿a quién o a qué debería odiar realmente?
Hace tiempo tuve una conversación en una cafetería con una conocida sobre las identidades trans, y le parecía lógico diferenciar los baños en función de los genitales, porque le parecía que les tutoræs de les niñes debían protegerles de un imaginario que confundiría la expresión de género. Detrás de su máscara atea hablaba una moral que había aprendido y que ahora me repetía a la cara (a la cara de una mujer trans). Durante aquella conversación, la odié a ella y también a esa moral de lo que debía ser, que asociaba los valores que a través del catolicismo me habían tratado inculcar. Pero no podía echarle la culpa al catolicismo, porque su máscara de atea me impedía ponerle nombre a la moral que conducía su discurso. ¿Es la Iglesia mi enemiga, o lo es la moralidad?
Cuando conecté con la Iglesia a través de mi reconciliación con mi historia de vida, donde los valores católicos ocupaban el espacio de buena parte de mi educación que marcaron quién soy (sea por aplicación o rechazo en mi vida), me di cuenta de que muchas personas vivían su espiritualidad a través de la Iglesia, y que desde esa identidad no necesitaban esa máscara. Podían hablar de la moral católica porque era su moral, y podían aceptarla total o parcialmente, y podía permitirme no odiarlas, es más, me permitió reconciliarme con la Iglesia y sus miembros.
Ahora, cuando leo algún artículo o escucho alguna entrevista de aquellas personalidades que se esconden detrás del imaginario católico para cuestionar la cultura BLGATIQ+ a través del argumento del «adoctrinamiento del lobby gay» , odio la moral adulterada del catolicismo que aplican desde la supuesta identidad de la Iglesia más que la iconografía del facha cansado de los mariconeos, porque esa iconografía es la máscara que les permite tratar la moral católica como propia, aunque sea pura performance y sea para ellos más que un elemento discursivo que una identidad propia.
¿Quién impone en la educación quiénes debemos ser? Si la moral católica puede ser aceptada totalmente por las personas que se identifican en ella y también puede ser utilizada como argumento de autoridad moral, ¿cómo protegemos a les niñes?
Durante ese periodo de adolescencia sobreprotegida que me iba consumiendo, mi máscara de masculinidad no aguantaba el peso de la disforia, que acabó por construir un alter ego en el drag. A través del drag construí una identidad que no fui capaz de mostrar al mundo porque mostraba más de mí que de la máscara que pretendía construir para conectar con la identidad que debía tener, porque estaba más aceptada como hombre cis que hacía drag, que como mujer. Me querían enmascarada, porque así estaba «protegida» del mundo. Por supuesto, el argumento que más he escuchado toda mi vida es aquel que dice «que cada une sea lo que quiera, lo importante es ser feliz, a nadie le importa quién seas». ¿Quién se cree eso?
Si por proteger a les niñes tenemos que escondernos tras una máscara genital, o si para protegernos a nosotres debemos empaparnos de una moral impuesta, o si para encajar debemos ignorar la historia de nuestro colectivo, ¿cómo vamos a ser felices? A mí me importa quién soy. Quiero ser feliz, pero no quiero ser mujer, simplemente lo soy.